10 julio 2005

Relatos de Javier Munguía

Desorden de la limpieza

Empezó revisando su ropa y desechando toda la que no le quedaba, no le gustaba o tenía alguna manchita insignificante, algún hilo descosido, algún botón flojo, algún cuello roto. Siguió con sus libros: los sometió a difíciles normas de calidad, de tal modo que de los mil que tenía, sólo conservó 200. Siguió con los archivos de su computadora: empezó por borrar las canciones repetidas; luego, las que no le gustaban. Continuó con las imágenes muy grandes, después no tuvo piedad siquiera con las pequeñas, pues borrándolas podría conseguir uno o dos GB libres. Llegó el momento en que no tuvo una sola canción y apenas tres o cuatro imágenes: en todas aparecían él y su novia abrazados, sonriendo. Pensando que conseguiría al menos 1 MB más, las borró sin remordimientos. Luego fueron su novela, sus cuentos. Continuó borrando programas. Luego, el sistema operativo. De pronto, quedó frente al vacío de la pantalla negra. Recordó sus canciones más entrañables, sus imágenes, sus cuentos, y una mueca de horror se le dibujó en la cara. Luego, la mueca se fue y él quedó estático sobre la silla. Por último, con los ojos cerrados salió de su casa y se echó, con la cabeza en blanco, en el bote de la basura.




Abanico (inspirado en una historia real)


La madre había salido a hacer las compras. El padre la había espiado por las rendijas de la persiana y sólo cuando la había visto encender el coche y partir se había dirigido al cuarto del bebé. Lo encontró dormido. Sus escasos cabellos rubios estaban revueltos y su carita de querubín, hinchada de sueño. El padre no dejó de contemplarlo hasta que sus ojos azules se abrieron. Lo sintió muy suyo, sólo suyo al levantarlo en sus brazos y hablarle: ¿veddá que quelía ma a papi que a mami? Veddá que cuando crechiera sherían amigos? Creía percibir la respuesta en la sonrisa sin dientes del niño: shí, papi. Lo besó en las mejillas, lo hizo reír al besarlo en el cuello. Le acariciaba el cabello cuando notó que una gota de sudor le corría por la frente. Lo dejó un rato en la cuna, fue a encender el abanico de techo y volvió para tomarlo de nuevo en sus brazos . Lo abrazó muy fuerte. Él y la madre había deseado tanto ese primer hijo; les había tomado años que ella quedara embarazada. Ambos estaban enamorados de su bebé, muy complacidos. Sobre todo él, el padre. Había deseado con todas sus fuerzas que fuera un varoncito. Sería el mejor papá del mundo, pensó, lo cuidaría con amor pero sin concesiones perniciosas; le hablaría del mundo, del amor más intenso pero también del horror más inverosímil; le daría la libertad de elegir y de hacerse responsable de sus propios actos. En fin. El niño le tocó con su dedito la nariz, y el padre se emocionó. Lo besó en el cuello provocando la risa pequeña, frágil, arrobadora. El mejor padre del mundo, sí, se dijo al momento de dar una vuelta a su propia circunferencia con el niño en brazos, quien parecía fascinado. El padre empezó a darle vueltas y vueltas y vueltas alrededor del cuarto; el niño, feliz. Cuando se agotó, el padre apretó fuerte al niño entre sus brazos. Luego, emocionado, lo impulsó hacia arriba con la idea de tomarlo antes de que cayera y repetir la faena. La sangre salpicó el rostro del padre; pedazos de carne regados por el piso del cuarto del niño: su cabeza, rebanada por el abanico.


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